miércoles, 5 de octubre de 2011

Cuentos Sufies. Yalal Al-Din Rumi. (2)


LA HERMOSA SIRVIENTA


  Erase una vez un sultán, dueño de la fe y del mundo. Habiendo salido de caza, se alejó de su palacio y, en su camino, se cruzó con una joven esclava. En un instante él mismo se convirtió en esclávo. Compró a aquella sirvienta y la condujo a su palacio para decorar su dormitorio con aquella belleza. Pero, enseguida, la sirvienta cayó enferma.
  ¡Siempre pasa lo mismo! Se encuentra la cántara, pero no hay agua. Y cuando se encuentra agua, ¡la cántara está rota! Cuando se encuentra un asno, es imposible encontrar una silla. Cuando por fin se encuentra la silla, el asno ha sido devorado por el lobo.
  El sultán reunió a todos sus médicos y les dijo:
  "Estoy triste, sólo ella podrá poner remedio a mi pena. Aquel de vosotros que logre curar al alma de mi alma, podrá participar de mis tesoros."
  Los médicos le respondieron:
  "Te prometemos hacer lo necesario. Cada uno de nosotros es como el mesías de este mundo. Conocemos el bálsamo que conviene a las heridas del corazón."
  Al decir esto, los médicos habían menospreciado la voluntad divina. Pues olvidar decir "¡Insh Allah!" hace al hombre impotente. Los médicos ensayaron numerosas terapias, pero ninguna fue eficaz. La hermosa sirvienta se desmejoraba cada día un poco más y las lágrimas del sultán se transformaban en arroyo.
  Todos los remedios ensayados daban el resultado inverso del efecto previsto. El sultán, al comprobar la impotencia de sus médicos, se trasladó a la mezquita. Se prosternó ante el Mihrab e inundó el suelo con sus lágrimas. Dio gracias a Dios y le dijo:
  "Tú has atendido siempre a mis necesidades y yo he cometido el error de dirigirme a alguien distinto a ti. ¡Perdóname!"
  Esta sincera plegaria hizo desbordarse el océano de los favores divinos, y el sultán, con los ojos llenos de lágrimas, cayó en un profundo sueño. En su sueño, vio a un anciano que le decía:
  "¡Oh, sultán! ¡Tus ruegos han sido escuchados! Mañana recibirás la visita de un extranjero. Es un hombre justo y digno de confíanza. Es también un buen médico. Hay sabiduría en sus remedios y su sabiduría procede del poder de Dios."
  Al despertar, el sultán se sintió colmado de alegría y se instaló en su ventana para esperar el momento en el que se realizaría su sueño. Pronto vio llegar a un hombre deslumbrante como el sol en la sombra.
  Era, desde luego, el rostro con el que había soñado. Acogió al extranjero como a un visir y dos océanos de amor se reunieron. El anfitrión y su huésped se hicieron amigos y el sultán dijo:
  "Mi verdadera amada eras tú y no esta sirvienta. En este bajo mundo, hay que acometer una empresa para que se realice otra. ¡Soy tu servidor!"
  Se abrazaron y el sultán añadió:
  "¡La belleza de tu rostro es una respuesta a cualquier pregunta!"
  Mientras le contaba su historia, acompañó al sabio anciano junto a la sirvienta enferma. El anciano observó su tez, le tomó el pulso y descubrió todos los síntomas de la enfermedad. Después, dijo:
  "Los médicos que te han cuidado no han hecho sino agravar tu estado, pues no han estudiado tu corazón."
  No tardó en descubrir la causa de la enfermedad, pero no dijo una palabra de ella. Los males del corazón son tan evidentes como los de la vesícula. Cuando la leña arde, se percibe. Y nuestro médico comprendió rápidamente que no era el cuerpo de la sirvienta el afectado, sino su corazón.
  Pero, cualquiera que sea el medio por el cual se intenta describir el estado de un enamorado, se encuentra uno tan desprovisto de palabras como si fuera mudo. ¡Sí! Nuestra lengua es muy hábil en hacer comentarios, pero el amor sin comentarios es aún más hermoso. En su ambición por describir el amor la razón se encuentra como un asno tendido cuan largo es sobre el lodo. Pues el testigo del sol es el mismo sol.
  El sabio anciano pidió al sultán que hiciera salir a todos los ocupantes del palacio, extraños o amigos.
  "Quiero, dijo, que nadie pueda escuchar a las puertas, pues tengo unas preguntas que hacer a la enferma."
  La sirvienta y el anciano se quedaron, pues, solos en el palacio del sultán. El anciano empezó entonces a interrogarla con mucha dulzura:
  "¿De dónde vienes? Tú no debes ignorar que cada región tiene métodos curativos propios. ¿Te quedan parientes en tu país? ¿Vecinos? ¿Gente a la que amas?"
  Y, mientras le hacía preguntas sobre su pasado, seguía tomándole el pulso.
  Si alguien se ha clavado una espina en el pie lo apoya en su rodilla e intenta sacársela por todos los medios. Si una espina en el pie causa tanto sufrimiento, ¡qué decir de una espina en el corazón! Si llega a clavarse una espina bajo la cola de un asno, éste se pone a rebuznar creyendo que sus voces van a quitarle la espina, cuando lo que hace falta es un hombre inteligente que lo alivie.
  Así nuestro competente médico prestaba gran atención al pulso de la enferma en cada una de las preguntas que le hacía. Le preguntó cuáles eran las ciudades en las que había estado al dejar su país, cuáles eran las personas con quienes vivía y comía. El pulso permaneció invariable hasta el momento en que mencionó la ciudad de Samarkanda. Comprobó una repentina aceleración. Las mejillas de la enferma, que hasta entonces eran muy pálidas, empezaron a ruborizarse. La sirvienta le reveló entonces que la causa de sus tormentos era un joyero de Samarkanda que vivía en su barrio cuando ella había estado en aquella ciudad.
  El médico le dijo entonces:
  "No te inquietes más, he comprendido la razón de tu enfermedad y tengo lo que necesitas para curarte. ¡Que tu corazón enfermo recobre la alegría! Pero no reveles a nadie tu secreto, ni siquiera al sultán."
  Después fue a reunirse con el sultán, le expuso la situación y le dijo:
  "Es preciso que hagamos venir a esa persona, que la invites personalmente. No hay duda de que estará encantado con tal invitación, sobre todo si le envías como regalo unos vestidos adornados con oro y plata."
  El sultán se apresuró a enviar a algunos de sus servidores como mensajeros ante el joyero de Samarkanda. Cuando llegaron a su destino, fueron a ver al joyero y le dijeron:
  "¡Oh, hombre de talento! ¡Tu nombre es célebre en todas partes! Y nuestro sultán desea confiarte el puesto de joyero de su palacio. Te envía unos vestidos, oro y plata. Si vienes, serás su protegido."
  A la vista de los presentes que se le hacían, el joyero, sin sombra de duda, tomó el camino del palacio con el corazón henchido de gozo. Dejó su país, abandonando a sus hijos, y a su familia, soñando con riquezas. Pero el ángel de la muerte le decía al oído:
  "¡Vaya! ¿Crees acaso poder llevarte al más allá aquello con lo que sueñas?"
  A su llegada, el joyero fue presentado al sultán. Este lo honró mucho y le confió la custodia de todos sus tesoros. El anciano médico pidió entonces al sultán que uniera al joyero con la hermosa sirvienta para que el fuego de su nostalgia se apagase por el agua de la unión.
  Durante seis meses, el joyero y la hermosa sirvienta vivieron en el placer y en el gozo. La enferma sanaba y se volvía cada vez más hermosa.
  Un día, el médico preparó una cocción para que el joyero enfermase. Y, bajo el efecto de su enfermedad, este último perdió toda su belleza. Sus mejillas palidecieron y el corazón de la hermosa sirvienta se enfrió en su relación con él. Su amor por él disminuyó así hasta desaparecer completamente.
  Cuando el amor depende de los colores o de los perfumes, no es amor es una vergüenza. Sus más hermosas plumas, para el pavo real, son enemigas. El zorro que va desprevenido pierde la vida a causa de su cola. El elefante pierde la suya por un poco de marfil.
  El joyero decía:
  "Un cazador ha hecho correr mi sangre, como si yo fuese una gacela y él quisiera apoderarse de mi almizcle. Que el que ha hecho eso no crea que no me vengaré."
  Rindió el alma y la sirvienta quedó libre de los tormentos del amor. Pero el amor a lo efímero no es amor.


EL ORO DE LA LEÑA


  Un derviche vio un día en sueños una reunión de maestros, discípulos todos del profeta Elías. Les preguntó:
  "¿Dónde puedo adquirir bienes sin que me cuesten nada?"
  Los maestros lo condujeron entonces a la montaña y sacudieron las ramas de los árboles para hacer caer la fruta. Después, dijeron:
  "Dios ha querido que nuestra sabiduría transforme estos frutos, que eran amargos, en aptos para el consumo. Cómelos. Se trata desde luego de una adquisición sin contrapartida." Al comer aquella fruta, el derviche sacó de ella tal sustancia que, al despertar, quedó pasmado de admiración.
  "¡Oh, Señor! dijo, ofréceme, también a mí, un favor secreto."
  Y, en el mismo instante, le fue retirada la palabra y su corazón quedó purificado.
  "Aunque no hubiese otro favor en el paraíso, pensó, éste me basta y no quiero ninguno más."
  Ahora bien, le quedaban dos monedas de oro que había cosido a sus vestiduras. Se dijo:
  "Ya no las necesito puesto que, en adelante, tengo un alimento especial."
  Y dio estas dos monedas a un pobre leñador pensando que esta limosna le permitiría subsistir durante algún tiempo. Pero el leñador iluminado por la luz divina, había leído en sus pensamientos y le dijo:
  "¿Cómo puedes esperar encontrar tu subsistencia si no es Dios quien te la procura?"
  El derviche no comprendió exactamente lo que quería decir el leñador, pero su corazón quedó entristecido por estos reproches. El leñador se le acercó y depositó en el suelo el haz de leña que llevaba al hombro. Después dijo:
  "¡Oh, Señor! En nombre de tus servidores cuyos deseos escuchas ¡transforma esta leña en oro!"
  Y, al instante, el derviche vio todos los troncos brillar como el sol. Cayó al suelo sin conocimiento.
  Cuando volvió en sí, el leñador dijo:
  "¡Oh, Señor! En nombre de los que empañan tu fama, en nombre de los que sufren, ¡transforma este oro en leña!"
  Y el oro volvió al estado de leña. El leñador volvió a echarse el haz al hombro y tomó el camino de la ciudad. El derviche quiso correr tras él para obtener la explicación de este misterio, pero su estado de admiración, así como su temor ante la estatura del leñador lo disuadieron de ello.
  ¡No formes parte de esos tontos que dan media vuelta una vez que han adquirido intimidad con el sultán!

 
LAS AVES


  El profeta Salomón tenía como servidoras a todas las aves. Como entendía su lenguaje, se habían hecho buenos amigos. Existen así Indios y Turcos que se hacen buenos amigos, aunque hablen lenguas diferentes. También existen Turcos que hablan la misma lengua y llegan a ser extraños entre sí. La que importa es la lengua del corazón y más vale ponerse de acuerdo por esa lengua que por la palabra.
  Así, pues, todás las aves se pusieron un día a enumerar sus virtudes y su ciencia ante el profeta. No actuaban así por presunción, sino sólo para presentarse a él pues un servidor hace valer ante su amo las cualidades que puede poner a su servicio. Cuando un esclavo está descontento de su comprador, finge estar enfermo.
  Al llegar el turno a la abubilla se presentó ella en estos términos:
  "Yo, mirando desde lo alto del cielo, puedo adivinar la situación de los arroyos subterráneos. Puedo precisar el color de esta agua y la importancia de su caudal. Tal facultad puede ser preciosa para tu ejército. ¡Oh, sultán, concédeme tus favores!"  Salomón dijo entonces:
  "¡Oh, amiga! Es cierto que el agua es importante para mis soldados. ¡Quedarás, pues, encargada de proveer de agua a mi ejército!"
  El cuervo, que estaba celoso de la abubilla, tomó entonces la palabra:
  "¡Es vergonzoso sostener semejante extravagancia ante el sultán! Si la abubilla tuviese realmente el don que pretende tener, vería entonces las trampas que los hombres le tienden en el suelo.
  Pero no sucede eso y más de una abubilla ha ido a parar a las jaulas que los hombres fabrican para ellas."
  Salomón se volvió hacia la abubilla:
  "Es verdad, ¡oh, abubilla! Estas palabras pueden aplicársete. ¿Por qué te atreves a mentir en mi presencia?"
  La abubilla respondió:
  "¡Oh, sultán! ¡No me avergüences! No escuches las palabras de mis enemigos. Si he mentido, córtame entonces la cabeza con tu espada. El cuervo es el que niega el destino. Cuando las circunstancias no enturbian el ojo de mi inteligencia, veo muy bien las trampas que se me tienden. Pero, a veces, algún incidente viene a adormecer la ciencia y la inteligencia. Oscurece incluso el sol y la luna."

LA CORTEZA DE LAS COSAS


  Ibrahim Edhem reparaba un desgarrón en su abrigo, sentado a la orilla del mar. Pasó por allí el emir del país, que era un ferviente admirador de este sheij. El emir se puso a pensar:
  "He aquí un príncipe que ha abandonado su reino. He aquí un rico que ha abandonado sus bienes. Ahora sufre por su indigencia. ¡Era un sultán y ahora remienda su abrigo, como un pordiosero!"
  Ibrahim Edhem había captado estos pensamientos y, de pronto, dejó caer su aguja al mar. Después se puso a gritar:
  "¡Oh, vosotros, peces! ¿Sabéis dónde se encuentra mi aguja?"
  Al instante aparecieron millares de peces y cada uno de ellos tenía una aguja de oro en su boca y le decía:
  "¡Toma tu aguja, oh sheij!"
  El sheij se volvió entonces hacia el emir y le dijo:
  "¿Qué reino es el mejor? Esto no es sino un signo exterior. Perderías la razón si conocieses la esencia de este reino. De la viña sólo un racimo de uva llega a la ciudad, porque la viña no puede transportarse a ella. ¡Sobre todo si esta viña es el jardín del Amado! Este universo no es más que una corteza."

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